lunes, 26 de abril de 2010

24/

Una vez más
no pude controlarlo.
Juro que esto -aquéllo también-,
es más fuerte que yo.
¿Es que no se puede vivir del amor?

Un batallón intentó detenerme,
ojalá hubiesen podido,
no tendría que estar pagando
con todo este dolor ahora.
¿Y quién me llevará a lo más alto?
¿Será que si llego sola me harán descender?

Es que no puedo controlarlo.
Y es más fuerte que yo.
Un batallón intentó.
Es más fuerte que yo.
Respirar amor.

23/

Estoy segura de no saber quién soy. Completamente segura: No hay rastros míos en ninguna parte. Contadas son las veces en que pensé que iba a dejar de existir -porque otra cosa que sé es que existir existo; estas manos, estos dedos con los que escribo, el cerebro y demás órganos latentes que ayudan a mi confesión no son ficticios-. Sin embargo, no saber quién soy, a quién mirás a través de estos ojos color tierra, es perturbador. Ya sé lo que dicen, que está mal, pero a veces me gustaría encontrarme en otro. Asegurarme la existencia para siempre, jugar por un día a que soy yo.

lunes, 12 de abril de 2010

22/

Un sobre llegó a mi puerta. Era un sobre ordinario, uno más de tantos otros, pero totalmente blanco. Lo tomé cautelosa, como si fuera a salir un monstruo del sobre mismo, como si aquello fuera posible. Lo observé un momento, le dí vuelta buscando algún indicio pero nada, ni una gota de tinta, blanco por delante y por detrás. Al tacto era apenas grueso. "Publicidad" pensé aunque no lo creía realmente. Con el sobre aún en la mano avancé por el pasillo hasta mi estudio y busqué con ansiedad el abrecartas en el escritorio, segundo cajón del lado derecho. Una vez con el utensillo y la carta en mis manos, dudé. ¿Por qué lo habrían echado sin remitente? ¿acaso sería una broma de malgusto o alguien quería chantajearme? y si era así, ¿con qué propósito? ¿sería para mí o se habrían confundido de persona?, tal vez de numeración pero por sobre todo ¡¿quién sería el remitente?!
Dejé el abrecartas y el sobre a un lado y me senté frente al escritorio. Por alguna extraña razón me sentía atemorizada pero necesitaba conocer el contenido del sobre. Bueno, al fin y al cabo, si lo habían echado en mi puerta me pertenecía. Me incorporé en el sillón y sin pensarlo ni un segundo más tomé el abrecartas y y abrí el sobre; puse la misma cara que solía poner de pequeña mientras mi mamá tiraba rápido de la curita para que no duela. Con cuidado saqué el contenido: una tarjeta. La tomé entre mis manos y observé el dibujo de la tapa, sentí un gran alivio; era un simpático unicornio celeste que dejaba a su paso una estela de arcoiris y estrellas. "Bastante infantil", me dije, "definitivamente se confundieron de casa". Mientras me decía esto miré el dorso y nada tampoco, ninguna pista sobre el contenido de tal tarjeta. Era el momento de deshacerme de algunas dudas; con un temor y una curiosidad infantiles abrí la tarjeta. Lo que leí me desconcertó. Era muy cierto: "Se ha perdido la bella costumbre de regalar tarjetas". Sonreí, cerré la tarjeta, eché un vistazo una vez más al unicornio celeste y rompí en llanto.

jueves, 25 de febrero de 2010

21/

Cuando discutimos nuestros rostros se transforman. Monstruosamente diferentes a lo hermosos que somos, que solíamos ser. Atmósfera de presión, llanto en el cual nuestras voces se ahogan. Tus ojos -que tan dulcemente me han observado-, son tan sólo un par de rasgaduras llenas de odio y tu boca -que tan apasionados besos me ha concedido-, ahora vocifera palabras a las que hago oídos sordos, y por entre los gritos veo tus dientes que esta vez no me sonríen, en vez de eso escupen furia, si pudieras morderme...
Quiero que esta transformación momentánea de tu ser finalice, no sé por dónde empezar. Tal vez espere a que rompas sólo en llanto, que no hables y te sientas más ligero y ese será mi momento único; te acariciaré el pelo y secaré tus lágrimas por más que te resistas un poco, acercaré mi rostro al tuyo y te diré que ya vamos a encontrarle solución, cerraré mis ojos y rozaré mis labios contra los tuyos que ahora sollozan un poco. Te rodearé el cuerpo entero con mis brazos y tu respiración se tornará algo espástica, ya pasará, ya pasará. Y una vez que te tranquilices y tomes valor, te despegarás suavemente de mí y me dirás que no querés estar más conmigo, que me querés lejos.
Es el turno de mi monstruo.

jueves, 28 de enero de 2010

19/

Se sacó los lentes para descansar la vista y los posó sobre la mesita de café que tenía frente a ella. Cerró los ojos e imaginó que flotaba, en la nada. Que ni sus lentes, ni la mesita de café, ni el sillón bordó en el que estaba sentada, ni su gato siquiera existían. También imaginó que todos sus libros se convertían en polvo, palabras en el viento. El último párrafo que había leído aún revoloteaba por su cabeza: "El avestruz, de notable visión, se reúne con la cebra, de olfato muy desarrollado, y con el nervioso y rápido antílope, para advertir de inmediato el peligro". Advertir el peligro. ¿Era ella consciente de aquello? ¿del peligro que conlleva flotar?. Por un momento vaciló y casi abre los ojos antes de tiempo, casi echa todo a perder. Recuperó la concentración y sintió cómo sus pies, poco a poco, iban alejándose del suelo. Se sintió exactamente igual que yo aquél día en que te declaré mi amor; ligera y sin culpa -debo admitir que entre esos sentimientos se ocultaba algo de temor-. Aún así, ya estaba en el aire, no había marcha atrás -ni deseó que la hubiera habido-. Estaba lista, era el momento. Sintió la calidez del sol que entraba por la ventana sobre su rostro; abrió los ojos de par en par, vislumbró el eterno cielo que la esperaba y pegó un salto hacia la ventana. Libre, voló.

martes, 19 de enero de 2010

18/

Un día irremediable como cualquier otro. Irremediable porque la lapicera carecía de tinta -qué más trágico para mí que eso-, porque las palabras que había pensado de manera minuciosa quedaron dentro mío, ya olvidadas. Quise repasar, retomar mis pensamientos con la lapicera ya cargada de tinta negra -el negro siempre será más elegante-, y extirpar lo de la tarde, lo de la noche anterior. Pero en vano intenté; todo se transforma. Una transformación inevitable. ¿Qué será de nosotros cuando descubramos cómo volver? Cuando lo inevitable pierda su prefijo y seamos los amos y señores de una naturaleza que no comprendemos.
Llenos de furia nos enfermamos y ocultamos nuestro rostro entre las manos, y por un instante creemos entender; que no sirve, que no tiene remedio. La resignación, irremediable.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

17/

(Escrito incompleto pero que no soporto que siga escondido)

De fondo se escuchaba la discusión de los vecinos. Hacía rato que estaba sentada en su sillón mostaza, admirando las partículas del haz de luz que entraban por las hendijas de la persiana, pensando, yéndose por las ramas como tantos otros atardeceres. Levantó la vista hacia el techo, blanco, sin un rastro de humedad, blanco… Puro, vacío, solitario y otra vez por las ramas. Suspiró entrecortadamente, y esperó a que el principio del llanto se disipara. Apretó el botón de la grabadora:

—Todavía siento que me debo algo, como si necesitara ese no sé qué para llenarme, para completar mi existencia —sin incorporarse del todo, apoyó la grabadora en la mesita ratona y buscó un cigarrillo en una cajita de lata que reposaba allí también—. Estoy tan cerca de desesperar… ¿Y vos?, el mundo se acaba en cualquier momento y tenemos que estar preparados, tenemos que estar completos, complementados, mentalizados —prendió el cigarrillo y le dio una lenta y larga pitada—. ¿Y vos? Se sintió observada por alguien de mirada extraña, como si no entendiese el idioma en el que le hablaban. Sintió un escalofrío y unas terribles ganas de gritar del horror que experimentaba pero no emitió palabra alguna. Definitivamente ella había cambiado y ese alguien de mirada extraña no podía hacérselo saber, sería demasiado arriesgado, un combate de palabras del que él no podría salir victorioso —no por cualquier cosa las paredes estaban repletas de estanterías atestadas de libros y diccionarios de todo tipo. Continuó callada unos instantes, aún con temor, y prosiguió:

—Está bien, lo sé. Las palabras no son lo tuyo pero sabés que no tengo problema en que esto sea un monólogo, tengo con qué, puede que algunas de mis palabras sean en vano pero al fin y al cabo son palabras, hermosas, entonadas, en mi habla hay gramática y soy dramática, me gusta el drama. Además —se acomodó en el sillón y dejó caer sus brazos a los lados, una vez más volvió su mirada hacia el techo blanco, puro, vacío, solitario—, podrías aprender un poco antes del fin. ¿Y yo? ¿Qué podría aprender? Mi sabiduría está distribuida dentro de cada libro en este cuarto y como verás eso ya es bastante, sin contar el sinnúmero de cosas que me enseñaron mamá, papá y los abuelos —al pronunciar esta última palabra se le quebró la voz y aplastó lo que quedaba de cigarrillo contra el cenicero que había en el suelo—. ¡Y todo para qué! El saber otorga poder, ¿pero poder para qué digo yo? Lo único que conseguí fue el poder para cuestionarme aún más a mí misma, a mis actos, mis relaciones. Un poder de cuestionamiento que muchas veces no me dejó conciliar el sueño, no me deja, no me deja —dijo entre sollozos—. Y vos acá —escondió el rostro entre sus manos que emanaban olor a nicotina y se dejó estar así unos minutos en silencio, en su silencio. Deseó un abrazo que nadie —ni el alguien de mirada extraña— se animó a darle y el haz de luz que entraba por la persiana ya se desvanecía. Levantó la vista y recorrió el cuarto con ojos de reproche, se sentía más sola que nunca, abandonada y la mirada extraña se convirtió en burlona y la llenó de rabia.

Se levantó bruscamente del sillón y dio una par de zancadas hasta el espejo rectangular que se encontraba en una de las paredes —blancas, puras, vacías, solitarias. Se miró directamente a los ojos, examinó a esa otra del otro lado del espejo; era ella y ella y la mirada extraña y nadie más.