jueves, 28 de enero de 2010

19/

Se sacó los lentes para descansar la vista y los posó sobre la mesita de café que tenía frente a ella. Cerró los ojos e imaginó que flotaba, en la nada. Que ni sus lentes, ni la mesita de café, ni el sillón bordó en el que estaba sentada, ni su gato siquiera existían. También imaginó que todos sus libros se convertían en polvo, palabras en el viento. El último párrafo que había leído aún revoloteaba por su cabeza: "El avestruz, de notable visión, se reúne con la cebra, de olfato muy desarrollado, y con el nervioso y rápido antílope, para advertir de inmediato el peligro". Advertir el peligro. ¿Era ella consciente de aquello? ¿del peligro que conlleva flotar?. Por un momento vaciló y casi abre los ojos antes de tiempo, casi echa todo a perder. Recuperó la concentración y sintió cómo sus pies, poco a poco, iban alejándose del suelo. Se sintió exactamente igual que yo aquél día en que te declaré mi amor; ligera y sin culpa -debo admitir que entre esos sentimientos se ocultaba algo de temor-. Aún así, ya estaba en el aire, no había marcha atrás -ni deseó que la hubiera habido-. Estaba lista, era el momento. Sintió la calidez del sol que entraba por la ventana sobre su rostro; abrió los ojos de par en par, vislumbró el eterno cielo que la esperaba y pegó un salto hacia la ventana. Libre, voló.

martes, 19 de enero de 2010

18/

Un día irremediable como cualquier otro. Irremediable porque la lapicera carecía de tinta -qué más trágico para mí que eso-, porque las palabras que había pensado de manera minuciosa quedaron dentro mío, ya olvidadas. Quise repasar, retomar mis pensamientos con la lapicera ya cargada de tinta negra -el negro siempre será más elegante-, y extirpar lo de la tarde, lo de la noche anterior. Pero en vano intenté; todo se transforma. Una transformación inevitable. ¿Qué será de nosotros cuando descubramos cómo volver? Cuando lo inevitable pierda su prefijo y seamos los amos y señores de una naturaleza que no comprendemos.
Llenos de furia nos enfermamos y ocultamos nuestro rostro entre las manos, y por un instante creemos entender; que no sirve, que no tiene remedio. La resignación, irremediable.