miércoles, 2 de diciembre de 2009

17/

(Escrito incompleto pero que no soporto que siga escondido)

De fondo se escuchaba la discusión de los vecinos. Hacía rato que estaba sentada en su sillón mostaza, admirando las partículas del haz de luz que entraban por las hendijas de la persiana, pensando, yéndose por las ramas como tantos otros atardeceres. Levantó la vista hacia el techo, blanco, sin un rastro de humedad, blanco… Puro, vacío, solitario y otra vez por las ramas. Suspiró entrecortadamente, y esperó a que el principio del llanto se disipara. Apretó el botón de la grabadora:

—Todavía siento que me debo algo, como si necesitara ese no sé qué para llenarme, para completar mi existencia —sin incorporarse del todo, apoyó la grabadora en la mesita ratona y buscó un cigarrillo en una cajita de lata que reposaba allí también—. Estoy tan cerca de desesperar… ¿Y vos?, el mundo se acaba en cualquier momento y tenemos que estar preparados, tenemos que estar completos, complementados, mentalizados —prendió el cigarrillo y le dio una lenta y larga pitada—. ¿Y vos? Se sintió observada por alguien de mirada extraña, como si no entendiese el idioma en el que le hablaban. Sintió un escalofrío y unas terribles ganas de gritar del horror que experimentaba pero no emitió palabra alguna. Definitivamente ella había cambiado y ese alguien de mirada extraña no podía hacérselo saber, sería demasiado arriesgado, un combate de palabras del que él no podría salir victorioso —no por cualquier cosa las paredes estaban repletas de estanterías atestadas de libros y diccionarios de todo tipo. Continuó callada unos instantes, aún con temor, y prosiguió:

—Está bien, lo sé. Las palabras no son lo tuyo pero sabés que no tengo problema en que esto sea un monólogo, tengo con qué, puede que algunas de mis palabras sean en vano pero al fin y al cabo son palabras, hermosas, entonadas, en mi habla hay gramática y soy dramática, me gusta el drama. Además —se acomodó en el sillón y dejó caer sus brazos a los lados, una vez más volvió su mirada hacia el techo blanco, puro, vacío, solitario—, podrías aprender un poco antes del fin. ¿Y yo? ¿Qué podría aprender? Mi sabiduría está distribuida dentro de cada libro en este cuarto y como verás eso ya es bastante, sin contar el sinnúmero de cosas que me enseñaron mamá, papá y los abuelos —al pronunciar esta última palabra se le quebró la voz y aplastó lo que quedaba de cigarrillo contra el cenicero que había en el suelo—. ¡Y todo para qué! El saber otorga poder, ¿pero poder para qué digo yo? Lo único que conseguí fue el poder para cuestionarme aún más a mí misma, a mis actos, mis relaciones. Un poder de cuestionamiento que muchas veces no me dejó conciliar el sueño, no me deja, no me deja —dijo entre sollozos—. Y vos acá —escondió el rostro entre sus manos que emanaban olor a nicotina y se dejó estar así unos minutos en silencio, en su silencio. Deseó un abrazo que nadie —ni el alguien de mirada extraña— se animó a darle y el haz de luz que entraba por la persiana ya se desvanecía. Levantó la vista y recorrió el cuarto con ojos de reproche, se sentía más sola que nunca, abandonada y la mirada extraña se convirtió en burlona y la llenó de rabia.

Se levantó bruscamente del sillón y dio una par de zancadas hasta el espejo rectangular que se encontraba en una de las paredes —blancas, puras, vacías, solitarias. Se miró directamente a los ojos, examinó a esa otra del otro lado del espejo; era ella y ella y la mirada extraña y nadie más.